viernes, 19 de agosto de 2011

EN UN JARDÍN ASILVESTRADO


El jardín


  No me gusta ponerme a reflexionar acerca de la vejez porque me acongoja; una cobardía, un "esconder la cabeza bajo la arena", pero prefiero evitar los pensamientos que me entristecen.
  En esta etapa de mi vida son muchas las veces en que vienen a mi mente tanto los hechos del pasado como la incertidumbre del futuro. ¿Cómo será? ¿Cómo seré o hasta cuándo seré?. Y no me refiero a cuándo dejaré de existir físicamente sino a cuándo dejaré de ser una persona autosuficiente porque a partir de ese momento ya "no seré". Creo que cuando se acaban los proyectos aunque sean los más cotidianos, se deja de vivir.
  Por mi trabajo estoy constantemente en contacto con la vejez y veo a diario el deterioro físico y mental que acarrea el paso de los años. Esto me hace meditar a menudo y como dije al principio intento evitarlo para no deprimirme.
   ¿No será todo esto debido a que el espejo empieza a devolverme una imagen que mis ojos no reconocen porque por dentro sigo sintiéndome joven? Quizá me asuste la carga de los años.
  El tiempo pasa muy deprisa, cada vez a más velocidad y temes que se te escape la vida sin haber realizado todo lo que soñabas.

  Hace unos tres años tuve ocasión de visitar la casa, ya vacía, de una anciana que había tenido que ser ingresada en una residencia geriátrica porque había llegado el momento de, según mi teoría, dejar de "ser plenamente". Llegó el momento de necesitar ayuda para todo, hasta para realizar las tareas más sencillas.
  Su sobrina a modo de guía me acompañó en la visita y me fue explicando detalles de la vida de la anciana. Me habló de su carácter extrovertido, afable y alegre. De su amor por las plantas y su debilidad por las galletas.
Me comentó que en varias ocasiones había provocado pequeños incendios en la cocina, que ya no era capaz de cuidarse por sí misma y que la suciedad y el abandono se estaban adueñando de la casa y de ella misma. Su salud se resentía. Ya no era autosuficiente.

En su casa quedaron los recuerdos de toda su vida. En los armarios aún quedan vestidos, en los cajones duermen sus juegos de cama que tantas veces habrá planchado. En la cocina esperan pacientes platos, vasos, tazas... que no volverán a sentir aquellas manos jabonosas que los acariciaban.
En un rincón de uno de los dormitorios sobre una vieja cómoda se apilan cajas de lata de galletas ahora llenas de fotos, papeles, llaves de quién sabe qué, y objetos varios que han quedado en el olvido. Imágenes de familiares y amigos para ella muy queridos y para los que ahora los miramos, unos desconocidos.
Sobre una mesita auxiliar junto a una raída butaca hay un teléfono con números gigantescos para que la anciana pudiera verlos con claridad y un destrozado listín telefónico con varias hojas rotas quizá arrancadas en un momento de desesperación. ¿Cuántas veces una llamada le aportaría el consuelo necesario para olvidar su soledad? ¿Cuántas veces habrá necesitado ayuda para encontarse a sí misma perdida en su propio hogar?
En una silla se han quedado colgadas unas bolsas con restos de lanas para tejer y sobre la mesita una agujas de tricotar con un ovillo de hilo que en otro tiempo fue blanco.
Espejos, cuadros, cojines de ganchillo de colores, libros, un Corazón de Jesús sentado en su trono sobre una repisa presidiendo el rincón donde ella se sentaba a hacer sus labores, junto a la ventana que da al jardín y donde encontraría más luz para sus cansados ojos. Todo abandonado. El polvo adueñándose de cada objeto.

El jardín, antes cuidado con esmero, aparece ante nosotros como una selva, se mezclan las ramas del limonero con las del jazmín. Se enredan las caracolas con los troncos leñosos  de una vieja parra. La costilla de Adán, la paleta de pintor, y muchas otras plantas crecen sin freno invadiendo ventanas y puertas, campando a sus anchas por todas partes, subiendo descaradas hasta la azotea. Siguen vivas las alegrías de la casa pese a la tristeza que se siente en este lugar. Ya no moldean sus formas las diestras manos de su jardinera porque ahora viejas y cansadas se encuentran lejos.
Ahora es ella la que necesita unas manos que le ayuden a cuidar su cuerpo y un corazón generoso que cuide de su espiritu para que estos años que por ser los últimos de su vida deberían ser intensos y felices no sean como en la mayoría de los casos los más tristes y solitarios.
Me apena la soledad de la vejez. No quiero pensar en ella. Quiero "esconder la cabeza bajo la arena".
No reflexionaré más sobre esto. Al menos ahora mismo. Más tarde ya veremos.

La visita a la casa de la anciana Cuqui me hizo estremecerme. Pensé en mis fotos guardadas con tanta ilusión, en mis recuerdos fruto de tantos momentos vividos intensamente, en mis cuadros bordados a punto de cruz con tanto cuidado, en mis agujas de ganchillo que antes fueron de mi abuela y que fue un orgullo heredar, en mi pequeña colección de faros, en toda mi vida guardada en trocitos en cada objeto de mi casa. Algún día alguien los observará y se imaginará cómo fue mi vida.
Ojalá alguien lo haga y mi recuerdo permanezca.

     Hace un par de años que la anciana murió. Estuve con ella minutos antes acariciando su mano con la esperanza de que se sintiera acompañada ,(está demostrado que el sentido del tacto permanece hasta el final). Alli estaban sus tres sobrinos, los que habían procurado un final digno para su querida tía.
  Su recuerdo permanecerá entre nosotros para siempre. Cada vez que hablemos de sus excentricidades, de su sentido del humor, de sus trifulcas con su hermana "la civila", de su dedicación desinteresada cuidando de su familia, de sus presuntos amores secretos que nunca nadie pudo decir a ciencia cierta que existieron.
  Su recuerdo nos une.

1 comentario:

Lola Polo dijo...

Un beso, Leo. Una entrada preciosa.

Loli